miércoles, 30 de julio de 2008

La probable eternidad de Catuca




Fragmento
¡Al fin había organizado algunas ideas! Se ufanaba Catuca, cuando las primeras sombras la obligaban a guardar su block de notas en el bolsillo de su blanco batòn de opal. Se dispuso a gozar de la entrada de la noche en la granja. Los que vivían en las ciudades se perdían ese espectáculo cada día, aunque les quedaba el concierto de los gorriones, esos citadinos de cualquier latitud geográfica sobrevivientes al plan de aniquilación en China, a las lluvias y nevadas de Paris y al calor agobiante de cualquier ciudad cubana. Entre las ultimas claridades y las primeras sombras se producía una quietud que apresuraba el acomodo de los animales y las plantas para la noche. Las aves del corral y los pájaros chillaban sus últimos decires antes de acomodarse en el follaje de los árboles, las vacas mugían llamando a sus terneros, los carneros y los chivos berreaban mientras los perros les ladraban para que entraran a los sitios de abrigo y los guineos irredentos cantaban y cantaban con el entusiasmo de quien burla las normas de la domesticación.
Todo era ruido en medio del silencio que avanzaba como un aliento del infinito incorporador de las estrellas y la petulancia de los olores, apenas perceptibles a la luz plena. Un aliento húmedo y fresco a la vez, como una túnica que fuera cubriéndolo todo y sirviera de campana de resonancia a los sonidos en el aire. Se podía escuchar entonces el murmullo del batey como si quisiera comunicar secretos indistinguibles, el ulular de la sirena del tren lejano, la marca en el viento de algún auto de tránsito por la distante Carretera Central. Una extraña sensación de lejanía y cercanía a los misterios de la existencia porque la noche en el trópico tenia el don de hacer visible, sentible, las sutilezas que la insolencia de la luz opacaba.
Catuca bendijo a su bisabuelo Narciso Jacinto por habérsele ocurrido edificar La Maison en aquel sitio y a sí misma por decidir quedarse allí al amparo de la intemperie que los citadinos sufren cuando están en la plenitud del campo abierto. En aquella hora indefinida entre luces y sombras gozaba del esplendor del claroscuro. Entonces apareció la pregunta impertinente. ¿ Por que apareció esta diversidad, esta riqueza, esta armonía entre las desproporciones? De la pulga al elefante, de la flor silvestre a la magnolia, de la miniatura a los grandes objetos siderales, únicamente el ser humano parecía poder percatarse del gran jolgorio del universo como razón mayor para temer su muerte. ¿Para què todo aquel jaleo magnífico? ¿ Cuál era el sentido más íntimo del derroche de formas, colores, olores, complejísimos sistemas gravitacionales o respiratorios?
¡Que! difícil era el porque sí como respuesta¡ ¡Y cuanto desentendimiento había traído a la especie el empeño en racionalizar el azar!


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