sábado, 23 de enero de 2010

VARIACIONES SOBRE EL MISMO TEMA




No voy a decir que lo amaba desesperadamente, aunque me hubiera gustado que esa fuera la razón. En la medida que me adentro en los 40 me cuesta un mayor esfuerzo cerrar los oídos a los malvados alertas de la experiencia. Es pura perversión que esa voz secreta te advierta constantemente lo que puede suceder. Está claro que una sabe que ni el más fuerte brebaje, de esos que incluyen vellos de pubis y fragancias de ultradentro, puede evitar el ciclo fatal del amor. Aparece como tormenta luminosa que todo lo vuelca. Transforma la existencia terrena en aventura sideral, y de pronto, o lentamente, según las características de los amantes, desaparece y no hay posibilidades de enterarse de su partida hasta que vuelve el vacío, la nada infinita. Era temprano cuando lo descubrí después de pasiones que me dejaban exhausta si duraban poco o me mataban de aburrimiento si se prolongaban. Sufrí amargamente pensando que padecía una inestabilidad incurable, provocada por la costumbre de mi padre de mudarse todos los años de casa. No importaban la Ley de Reforma Urbana, ni la escasez de viviendas, ni la falta de transporte para mudanzas. Todos los años de mi vida en el seno de la familia fueron una cadena de cambios habitacionales completamente disparatados, que me llevó a llamar casa al único camión sobreviviente en mi pueblo en el período que media entre la desaparición de lo americano y la entrada de lo ruso. Por supuesto, consulté al psicólogo Vidal. Y el diagnóstico fue falta de madurez emocional. La falta de comprensión de las peculiaridades del amor pasión y el amor sentimiento. Era necesario saber distinguir los efectos de la pasión amorosa, devastadora como el fuego, pero breve, saludable incluso en su brevedad, de los sentimientos que requerían sedimentarse con el pasar del tiempo. Llegué a los 40 sin madurez emocional. Es obvio. Porque lo llamado por el psicólogo V8idal amor sentimiento era la acumulación de la fatiga que padecían mis amigas para mantener un hombre en casa. Una tarea ardua para la cual era necesario conjugar la cortesana, la geisha, la doméstica y, después de la emancipación femenina, participar económicamente. Un esfuerzo superior al requerido para merecer el Premio Nóbel, con la sutil diferencia de que los ganadores del Nóbel no podían ni imaginar lo que era enfrentarse a una lavadora Aurika o inventar una comida diariamente en una Isla donde nadie se moría de hambre, pero la ausencia de abundantes productos en el mercado creó el síndrome de la insatisfacción perenne del estómago. Pero esa es la parte vulgarizada por el abuso de las reclamaciones feministas. Me percaté que ni siquiera el problema para mí era el reparto equitativo del trabajo casero, ni la falta de vivienda. Tenía una suerte especial para encontrarme hombres que querían acogerme en sus casas y estaban preparados para ayudar en los menesteres domésticos. Mi gran desafío personal era el amor. Hice innumerables experimentos después de Marcos, acopié información de todas las épocas, observé a mis contemporáneos. Pero nada adelanté. El amor es un enigma. Una coartada frente a la biología para negarnos el animal que somos. Un condicionamiento cultural. La necesidad de fabular frente a la chata realidad. Un gran invento para librarnos del hastío existencial. Una apelación protectora frente a la amenaza perenne de la muerte. Escogí libremente mi opción. Creé mis propios estatutos tomando en cuenta todos los factores comunes que aparecían como causantes de la enfermedad o evaporación. Prohibida la convivencia. Prohibido todo género de dependencia material o económica. Prohibido pretender cambiar al prójimo masculino y convertirlo en lo que no era, ni podía ser. Prohibida la posesión concebida como propiedad. Mi madre calificó mi nueva modalidad de amor en términos muy severos. Eres peor que las putas porque al menos ellas se benefician en algo. Y toda esta locura es fruto de tu vagancia. Para mi madre tener un hombre habitualmente es un trabajo necesario que se compensa con la compañía de los domingos, la visita al hospital si enfermas y la búsqueda de los productos en la bodega después del retiro. Mi padre, sin embargo, estaba gozoso. Esa era la hija que él quería. Ningún cabrón podría hacerle pasar los malos ratos que él le provocó a un largo inventario de mujeres. Y contra la voluntad de mi madre, que al fin había logrado vivir cinco años seguidos en Centro Habana, después de veinte permutas desde Camagüey, cuando las mudanzas se volvieron intermunicipales primero a interprovinciales después, mi padre decidió cambiar la casa para que yo tuviera la habitación propia indispensable, según Virginia Wolf. Claro está que ya yo me había casado y divorciado. Había vivido en concubinato. Y había escrito los más apasionados poemas de amor que se hubieran escrito jamás, jamás publicados por editorial alguna, pero circulaban fotocopias de una punta a otra de la Isla. Existía la leyenda de que estaban censurados y por poco me convierto en una poetisa disidente sin saberlo, cuando de lo que realmente disentía era de todas las mentiras que se producían en nombre del amor. Disfruté enormemente de aquel período de amores sin amarras, postpoemasapasionados. Me sentía estable, dichosa, plena. Y los hombres que pasaban por mi habitación propia fascinados por la ausencia de preguntas, de celos, de discusiones. Alguno pretendió permanecer. Me sorprendí acariciando la idea de que permanecieran. Pero la memoria de la rutina me quitaba entusiasmo inmediatamente. Fue así que conseguí el estado de gracia que supone ser una persona libre. Es decir, una categoría superior a mujer emancipada que cumple doble jornada laboral y además tiene que pagar su parte para convivir con el pitecantropus que de vez en cuando la premia con una erección. No digo que sea un buen ejemplo. Ni hago proselitismo. Es simplemente otra experiencia que evade la soledad y da su justo lugar a la compañía masculina. Mi madre rabiaba porque en ese tiempo fui hasta vanguardia nacional. No podía alegar que era una perdida, una antisocial, alguien sin moral, ni orden. Si hubiera sido una novela la hubiera podido terminar en aquel momento feliz, pero la vida, como proclamaba el programa Contacto, no se detiene, aunque en ocasiones retrocede. Comenzó la hecatombe del este. Los dorados 80 perdieron su brillo y la entrada de los 90 fue la amarga certidumbre de que el futuro no pertenecía a nadie conocido, por el momento.... Entonces apareció Darío.

1 comentario:

Omar dijo...

Me encanto Sole; este tipo de cronica es la que esperaba de ti desde hace rato, un verbo fresco, libre y sin mustras de otros sentimientos que no sean el amor, la humanidad y la persona que eres; la que conoci.

Te felicito, por ser valiente, por haber amado en algun momento de tu vida a mi padre, y sobre todo por ser mujer.

Sigue escribiendo cosas fresca y desvinculadas de cualquier tipo de compromiso y tus lectores, nosotros refleccionaremos con Soledad la Mujer.
Cuidate.