jueves, 8 de marzo de 2012

Su excelncia y el vendedor.

( Fragmento)
-      Señor, ¿usted me escucha?


( Sí, necesito dormir junto a un hombre.  No digo siquiera hacer sexo.  Sino dormir simplemente.  Sentir que no puedo moverme de un lado a otro de la cama porque encontraré el espacio reducido por un cuerpo de varón.  Hace calor otra vez en París, un calor absolutamente tropical.  Me encanta el sudor compartido.  Es una forma de intimidad especial.  Oh, el olor, Dios, el olor del sudor es tan particular.  Cada cual tiene el suyo.  Aquí las gentes carecen del sentido de identidad porque no sudan o enmascaran el sudor con esa cantidad de cosméticos que usan.  Entonces es insoportable.  Es la peste.  Conozco el olor de Jean.  Lo he sentido durante las largas caminatas por el parque.  Me gusta.  Y me gusta asustarlo.  Ahora le veo el miedo recorriéndole el cuerpo y puedo sentir en mi nariz el olor de su sudor.   Se engaña o no se conoce.  Ni sabe que podría ser un buen pintor.  Eso me conmovió desde el principio.  Es mi frustración.  Si yo pudiera pintar.  Llevarme a casa en una cartulina los sitios increíbles que descubro en el planeta.  O los que imagino.  Esas figuras de Chagall por los aires.  Así me gustaría que Jean nos pintara en el bosque, volando por encima del bosque, pero no se lo he dicho para que no aumenten sus sospechas.  Ahora mismo está desconcertado.  Como la tarde clara y calurosa de agosto en que le pedí que me dibujara una oveja.  No se ha leído a Saint-Exupéry.  Yo me sentía aquellos primeros días como quien llega a otro planeta y encuentra al primer ser viviente con quien entablar comunicación.  Siempre supe cuánto quiero a la isla, no me hace falta estar del otro lado del Atlántico para saberlo.  Pero llegas a otro mundo y a los pocos días estás como el E.T. gritando: casa!.  Es tan bello todo aquí y tan terrible.  Me aburre oír hablar todo el día de dinero.  sí, ya sé que el dinero hace falta.  Es la regla del juego.  Te inmoviliza no tenerlo.  Ahí están los aviones supersónicos, los aeropuertos abiertos a partir para cualquier lugar del mundo, los trenes que devoran distancia, los automóviles como cohetes terrestres, pero si no tienes el dinero, la gran contraseña para el pase a bordo de la post-modernidad, sigues viviendo en el paleolítico.  Al mes de llegar a París me sentía abrumada.  Prisionera de redes invisibles.  Para el banquete de la belleza, suficiente caminar la ciudad, recorrer el Sena desde la Torre Eiffel hasta Notre Dame.  Es una ciudad amable, no por la proverbial cortesía de que hacen gala los franceses, sino porque el mundo se vuelca en ella y nadie desentona en el caos armónico; y una siente la aureola de la ciudad, la que le fueron legando sus habitantes ilustres.  Son las mismas plazas y calles que miraron Balzac, George Sand, Vallejo, Carpentier.  No es que me sienta extranjera.  ¿Quién puede sentirse extranjero ante El Beso de Rodin, Notre Dame o el Claro de Luna de Debussy?  Ante el patrimonio de la especie.  Es ante la reserva que surge el sentimiento de que no soy de aquí.  Es la falta de responsabilidad del afecto.  Allá, de donde vengo, uno siente que demostrar a las gentes el cariño es parte indispensable del alivio de los rigores del suceso intrincado que es vivir.  Aquí cuesta trabajo acercarse a la gente, aunque sonrían, aunque sean corteses.  Por eso me sorprendió la cálida acogida cuando le pedí fósforos y lo fácilmente que comenzó a conversar.  Claro, yo no entendía lo que hablaba y cuando comenzó a dibujar y me di cuente de lo que intentaba estuve a punto de mandarlo al diablo.  Me detuvo todo lo que escondían las líneas, las imágenes.  Allí había una sensibilidad amordazada por sabe Dios qué desafíos no aceptados.  Tanta obsesión por vender.  A lo mejor fuera rico si se hubiera dedicado a la pintura.  El no se percata, pero tiene la casa de un pintor.  Ese pequeño jardín frente al río, la necesidad de ventanas que le permitan una perspectiva del paisaje.  Sí.  Era un hombre desencontrado de sí mismo, fuera realmente de su órbita natural, de la que salió un día para buscar un tesoro que va con él y no ha descubierto.  Lo fui conociendo día a día y disfrutando el interés que despertaba en él aunque estoy completamente fuera de los códigos que aprendió.  Este país que dio a los más grandes románticos ha olvidado las señas verdaderas del amor.  No reconocen nada fuera de los esquemas que les ofrece la televisión.  Son una especie de aristócratas pop.  Todos sueñan con tener un castillo como los antepasados para llenarlo de aparatos electrónicos y máquinas para cuanta cosa haya que hacer.  En eso se les va el tiempo y ya no les queda ni un segundo disponible para hacer el amor.  Se olvidaron de la pasión.  Lo consiguieron todo pero no se tienen a ellos mismos.  Y buscan cómo llenar el vacío.  Creen que pueden solucionarlo todo adquiriendo más y más cosas.  No es sólo Jean.  Ocurre con todos los que conozco.  Por eso se fascinan con la isla.  No saben por qué quieren volver una y otra vez, quedarse.  Hasta la más barata muchacha que encuentran, hasta esas flores tristes, pueden ofrecerles una sentimentalidad que perdieron, un sentido del goce que no aparece en los catálogos de las tiendas sex-top.  Los salva, a veces, que todavía pueden ser tentados, el hastío no reconocido de que tampoco encuentran el camino de la felicidad, les hace dudar y en esa duda pueden producirse los mejores accidentes.  Le he visto los temores a Jean una y otra vez reflejados en su rostro y el asombro.  Me han divertido tanto sus apuros.  El no haberme deslumbrado con su casa, ni con su carro y sí con su pintura incipiente.  Hubiera sido sencillo acostarse con él bajo el influjo de esas impresiones.  Pero yo necesitaba una relación de otro estilo.  De lo contrario sería caer en las redes esclavizadoras del ritmo imperante.  Adoro los preludios del apareamiento, relegados ahora por esa facilidad con que se entrega todo para no dar nada en realidad.  Fue verdaderamente orgásmico, un verdadero orgasmo de cuatro estaciones, sentir cómo iba haciendo dependencia de los encuentros en el parque, de los dibujos, de las conversaciones.  Cómo podía tener sexo con otras mujeres mientras pensaba en mí, por cosas tan sencillas como las que le he ofrecido.  Tiene sensibilidad y tiene miedo a las persecuciones de su propia contradicción y a las foráneas.  Claro que no es lo mismo tener relaciones con una africana, una asiática o una norteamericana, a tenerlas con una isleña que viene del pedazo de tierra que más jaleo ha creado en la segunda mitad del siglo XX.  Así se van entrelazando las trampas creadas por el mundo para que dos simples mortales conviertan el suceso de haberse encontrado en una batalla encarnizada, donde se piensa en tácticas y estrategias, como si se tratara de generales y no en caricias y besos como deberían sentir los posibles amantes.  No se ha avanzado nada desde Romeo y Julieta.  Los opositores al amor han crecido desde entonces entre los bandos Capuleto CIA y los consorcios de televisión Montesco S.A.  El único progreso lamentable es que la gente no muere de amor, sino de SIDA o exceso de drogas.  Yo quería una historia  diferente en París, un reto a la post-modernidad.  Llegar a la situación límite para que se produzca la escena obligatoria bajo el imperativo del éxtasis.  Un año entero fraguando de día en día el clímax.  Esa sencilla estrategia, que sólo era la norma mínima en tiempos de mi madre, ha perturbado enormemente a Jean.  Lo he confundido de tal modo que ahora no sabe responder ante algo que él mismo ha estado deseando.  Yo sólo quería un homenaje a Benedetti.  Mi táctica es quererte y mi estrategia que un día tú me necesites.

1 comentario:

Elsie Carbó dijo...

Podría prescindir de visitar Paris después de leer tan minucioso relato, pero en el caso que lo hiciera, visitaria cada cosa y lugar que que has mencionado con la seguridad de haberlo visto otra vez, ese es el mayor mérito de lo que acabo de leer. Me ha gustado mucho.