martes, 7 de octubre de 2008

La vieja dama








Desde el salón la Torre de París encendida detrás de un árbol desnudado por el invierno. La vieja dama de hierro convertida en señora dorada de la noche sin que ya nadie se atreviera a discutir su rancio abolengo.

Desde el salón un paisaje desolado de árboles sin hojas, de reveladas intimidades, de siluetas de casas, ventanas y techos que el follaje ocultaba en la primavera.

Le gustaba asistir a la composición de aquella imagen que el cristal recortaba como un cuadro pictórico. Primero era el telón verde de los castaños ocultando la Torre, el patio, los techos. Luego, muy dulcemente al principio, las hojas caían dejando claros por donde se podía atisbar algún fragmento de entramado férreo de la Torre. Más tarde el viento precipitaba el strip-tease cíclico de la foresta. Entonces la vieja dama se mostraba en toda su plenitud a los inquilinos afortunados que desde 41 Avenue Bosquet podían contemplarla.

Ese era su ritual de invierno. Sentarse a oscuras en el salón para que ninguna luminaria opacara los reflejos dorados de la Torre que sin pudor eclipsaba a la luna.

La luna y la Torre. Era una de las variantes más curiosas del paisaje. Había ocasiones en que parecía que la luna se colgaba a de la torre, cuando todavía estaba pequeñita. Y cuando se llenaba parecía que la Torre sostuviera aquel balón plateado.

Desde el salón la Torre de París se fue convirtiendo noche a noche, invierno tras invierno en alguien con quien hablar desde la oscuridad en solitario mientras llegaba el correo de La Habana. De interlocutora nocturna adquirió luego la categoría de milagrosa cuando un tal señor Eiffel se presentó en la puerta porque quería contemplar su dama desde la intensidad con que se le reverenciaba en aquel salón.

A partir de esa visita ya no hubo otra imagen visible desde el salón que la Torre dorada por las luces. Los castaños no volvieron a tender su mampara verde, ni a proteger intimidades, ni a ocultar la vieja dama de Eiffel.

La miradora desde el salón volvió a La Habana. Ahora se empeña en que los otros pacientes vean ese paisaje único que ha quedado grabado en sus ojos.

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