lunes, 1 de febrero de 2010

Su excelencia y el vendedor



- ¿Por qué no dormimos juntos para saberlo ? -dijo la Embajadora en el mismo tono que le comentaba habitualmente lo difícil que era vivir en París, a pesar de que París le encantaba.

Jean creyó haber entendido mal. Seguramente era uno de esos tantos equívocos que había creado entre ellos la diferencia de idiomas. Bajó los ojos, atribulado por el desconcierto. Necesitaba ganar tiempo. Discernir rápidamente si era una propuesta o un error y evitar que la demora al responder pudiera herir la sensibilidad de su Excelencia.
Son una merde las mujeres, se dijo a manera de consuelo, antes de intentar recordad cómo habían llegado a aquel equìvoco।


- Madam, conozco un sitio donde puede comprar unos cómodos zapatos para caminar en el bosque। Perdóneme, entiendo muy mal el francés। Puede hablar lentamente। Le señalé los pies descalzos। Acudí al lenguaje de los gestos. Me gusta el roce de la hierba. Es bueno. ¿Le gustan los caballos, Madam? Sería magnífico pasear a caballo? Le dibujé un caballo. ¡Oh, sí, me encantan! Puedo mostrarle el mejor sitio para comprarlos. Me gustan los caballos, señor, pero prefiero caminar. Necesito bajar de peso. Pero, Madam, tengo la mejor fórmula para resolver ese asunto. Dibujé un gimnasio con todos los equipos y a alguien parecido a Madam usándolos. Caminar es muy buen ejercicio. Mi deteriorada columna impide usar todo eso. Entonces, Madam, usted podría comprar las pastillas para adelgazar. Dibujé los frascos y las etiquetas con los nombres de los medicamentos. ¿Por qué habría de tomar medicamentos para algo que puedo resolver caminando por el bosque? Porque es más rápido, Madam. No estoy apurada. Ya corrí bastantes. Entonces, usted no vive en París. Dibujé París. En París el tiempo no alcanza para ganar la plata que se necesita para disfrutar París. Dibujé París con un signo de pesos. Lleno de flores, de carros, de escenarios espectaculares y otro París sin signo de peso, mustio y sin atractivo. Dibújeme una oveja. No entendí. Perdón, dibuje el bosque. No soy pintor, Madam. Dibuje el bosque, por favor. ¿Qué quiere? El estanque. Lo dibujé. Los árboles. Los dibujé. El banco donde estamos sentados. Lo dibujé. El pájaro sobre la rama. Lo dibujé. El sol en el agua. Lo dibujé. Fantástico, señor. Cierto, era un paisaje. Nunca había dibujado un paisaje. Color, señor. Sí, faltaba color. Usted sabe, señor, dónde se pueden comprar colores para pintar. Seguro. Yo sé dónde se puede comprar cualquier cosa.
Estábamos en el parque Marly le Roi. Un sábado de agosto. Por la tarde. Todo andaba mal para mí. Camille me había pedido el divorcio, los negocios iban disminuyendo. Me fui para el parque, como siempre hago en mis días difíciles. Y allí estaba ella con sus pies descalzos y la sonrisa apretada en los labios. Sin zapatos, un poco gorda. Me fui asombrado y contento de mi primer dibujo de paisaje. Había aprendido a dibujar para mostrar mejor el producto que ofrecía y para hacerme entender por los que no hablan mi idioma. Pero nunca nadie me había pedido que dibujara otra cosa. El sábado siguiente acudí al parque nuevamente. Ella estaba sentada en el mismo banco donde habíamos conversado. Sacó una caja de colores y una cartulina y yo comencé a estudiar un paisaje que ya no era exactamente igual al de la semana anterior. Así, sábado tras sábado, le fui tomando el pulso a aquel otoño. En las cartulinas que pintaba aparecía más amarillo, menos verde y de sábado en sábado, el desnudo despacio de los árboles. Ella no hizo nunca las preguntas de los desconocidos. Ni yo tampoco. En mala hora se me ocurrió contarle a Pierre mis sesiones de pintura en el bosque.

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